lunes, 2 de marzo de 2009

FRAGMENTOS DE "AGUA VIVA". LA RUGOSIDAD DEL TRAZO




“Te escribo entera y siento un sabor en ser y el sabor-a-ti es abstracto como el instante. También con todo el cuerpo pinto mis cuadros y en el lienzo fijo lo incorpóreo, yo cuerpo-a-cuerpo conmigo misma.”

“Hoy he acabado el lienzo del que te hablé: líneas redondas que se entrecruzan con trazos finos y negros, y tú, que tienes la costumbre de querer saber por qué -el porqué no me interesa, la causa es la materia del pasado-te preguntarás ¿por qué los trazos negros y finos? Es por el mismo secreto que me hace escribir como si fuese a ti, escribo redondo, enmarañado y tibio, pero a veces frío como los instantes frescos, agua del arroyo que tiembla siempre por sí misma. ¿Lo que he pintado en esta tela es susceptible de ser fraseado? Tanto como la palabra muda pueda estar implícita en el sonido musical.”

“Soy consciente de que todo lo que sé no lo puedo decir, sólo puedo pintando o pronunciando sílabas ciegas de sentido.”

“Al escribir no puedo fabricar como en la pintura, cuando fabrico artesanalmente un color. Pero estoy intentando escribirte con todo el cuerpo, enviarte una flecha que se hinque en el punto tierno y neurálgico de la palabra. Mi cuerpo incógnito te dice: dinosaurios, ictiosaurios y plesiosauros, con un sentido tan sólo auditivo, sin que por eso se convierta en paja seca, sino húmeda. No pinto ideas, pinto el más inalcanzable 'para siempre'. O ¡para nunca', da igual. Antes que nada pinto pintura.”

“Y si muchas veces pinto grutas es porque ellas son mi zambullida en la tierra, oscuras pero aureoladas de claridad, y yo sangre de la naturaleza; grutas extravagantes y peligrosas, talismán de la tierra, donde se unen estalactitas, fósiles y piedras, y donde los animales que aman su propia naturaleza maléfica buscan refugio. Las grutas son mi infierno.”

“Te escribo como un esbozo antes de pintar.”

“Es tan curioso haber sustituido las pinturas por esa cosa extraña que es la palabra. Palabras…Me muevo con cuidado entre ellas porque pueden volverse amenazadoras; puedo tener la libertad de escribir lo siguiente:
'peregrinos, mercaderes y pastores guiaban sus caravanas rumbo al Tibet y los caminos eran difíciles y primitivos'. Con esta frase he hecho nacer una escena, como en un flash fotográfico.”

“Y en mi noche siento el mal que me domina. Lo que se llama un bello paisaje no me causa más que cansancio. Lo que me gusta son los paisajes de tierra reseca, con árboles retorcidos y montañas hechas de roca y con una luz alba y suspensa. Allí, sí, allí está la belleza recóndita. Sé que tampoco te gusta el arte. Nací dura, heroica, solitaria y de pie. Y he encontrado mi contrapunto en el paisaje sin elementos pintorescos y sin belleza. La fealdad es mi estandarte de guerra. Yo amo lo feo con un amor de igual a igual.”

“Voy a hacer un adagio. Lee lentamente y en paz. Es un amplio fresco.”


“No existe nada más difícil que entregarse al instante. Esta dificultad es dolor humano. Es nuestra. Yo me entrego en palabras y me entrego cuando pinto.”

“Te escribo a la medida de mi aliento. ¿Soy hermética como en mi pintura? Porque parece que hay que ser terriblemente explicita. ¿Soy explícita? Poco me importa. Ahora voy a encender un cigarrillo. Quizás vuelva a la máquina o quizás me pare aquí mismo para siempre. Yo, que nunca soy adecuada.”

“Hoy he usado ocre rojo, ocre amarillo, negro y un poco de blanco. Siento que estoy cerca de fuentes, lagunas y cascadas, todas de aguas abundantes y frescas para mi sed. Y yo, salvaje por fin y por fin libre de los secos días de hoy, troto hacia delante y hacia atrás sin fronteras. Practico cultos solares en las laderas de altas montañas. Pero soy tabú para mí misma. Intocable por prohibida. ¿Soy el héroe que lleva la antorcha en una carrera eterna?"

“Creo el material antes de pintarlo, y la madera se hace tan imprescindible para mi pintura como lo sería para un escultor. Y el material creado es religioso; tiene el peso de vigas de convento. Compacto, cerrado como una puerta cerrada. Pero en el portal hubo desgarradas aberturas, rasgadas por uñas. Y a través de esas brechas se ve lo que está dentro de una síntesis, dentro de la simetría utópica. Color coagulado, violencia, martirio, son las vigas que sustentan el silencio de una simetría religiosa.”

“Un espejo es frío y hielo. Pero hay una sucesión de oscuridades en su interior -comprender esto es un instante excepcional- y es preciso estar al acecho días y noches, en ayunas de uno mismo, para poder captar y sorprender esa sucesión de oscuridades que hay en su interior. Con los colores blanco y negro capturo en la tela la luminosidad trémula. Con el mismo blanco y negro capturo también, con un escalofrío, una de sus verdades más difíciles: su gélido silencio sin color. Es necesario entender la violenta ausencia de color de un espejo para poder recrearlo, como si se recrease la violenta ausencia de sabor del agua.”

“Ahí puedo pintar la esencia de un armario ropero. La esencia que nunca es cantabile. Pero quiero tener la libertad de decir cosas sin nexo como una profunda forma de alcanzarte. Sólo lo equivocado me atrae, y amo el pecado, la flor del pecado.”

“Pero voy a hablarte ahora del soplo de vida. Cuando uno ya no respira se le hace la respiración boca a boca; se pega la boca a la boca del otro y se respira. Y el otro empieza a respirar otra vez.”

“El verdadero pensamiento parece no tener autor.”

"SILENCIO", CLARICE LISPECTOR












Es tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana. Cómo superar esa paz que nos acecha. Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla.
Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo dice.
La noche desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.
Pero este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con esperanza por las escaleras.
Pero hay un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece.
El corazón late al reconocerlo.
Se puede pensar rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para siempre se perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aun el sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es sólo fuga. Pues si al principio el silencio parece aguardar una respuesta —cómo ardemos por ser llamados a responder—, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan sólo tu silencio. Cuántas horas se pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio te juzga, como esperamos en vano ser juzgados por Dios. Surgen las justificaciones, trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la indignidad. Tan suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser perdonado con la justificación de que es un ser humano humillado de nacimiento.
Hasta que se descubre que él ni siquiera quiere su indignidad. Él es el silencio.
Puede intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde en la muda y quieta vorágine de éste. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara? Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el silencio.
Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra en él, se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna. Que entre. Que no espere el resto de la oscuridad delante de él, sólo él mismo. Será como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos estar en un navío. Y éste navegara tan largamente que ignoráramos que nos estamos moviendo. Más de eso, nadie puede. Vivir en la orla de la muerte y de las estrellas es una vibración más tensa de lo que las venas pueden soportar. No hay, siquiera, un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El corazón tiene que presentarse frente a la nada sólito y sólito latir alto en las tinieblas. Sólo se escucha en los oídos el propio corazón. Cuando éste se presenta completamente desnudo, no es comunicación, es sumisión. Además, nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio.
Si no se tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al silencio, sólo los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al lado del otro, dos cosas que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No el fin del silencio, sino la ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la aurora.
Después, nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos se lo espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar la calle en medio de las bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después de una palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la palabra. Los oídos se asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es fantasma.

"ES ALLI DONDE VOY" CLARICE LISPECTOR

Más allá de la oreja existe un sonido, la extremidad de la mirada un aspecto, las puntas de los dedos un objeto: es allí a donde voy.
La punta del lápiz el trazo.
Donde expira un pensamiento hay una idea, en el último suspiro de alegría otra alegría, en la punta de la espada la magia: es allí a donde voy.
En la punta del pie el salto.
Parece la historia de alguien que fue y no volvió: es allí a donde voy.
¿O no voy? Voy, sí. Y vuelvo para ver cómo están las cosas. Si continúan mágicas. ¿Realidad? Te espero. Es allí a donde voy.
En la punta de la palabra está la palabra. Quiero usar la palabra «tertulia», y no sé dónde ni cuándo. Al lado de la tertulia está la familia. Al lado de la familia estoy yo. Al lado de mí estoy yo. Es hacia mí adonde voy. Y de mí salgo para ver. ¿Ver qué? Ver lo que existe. Después de muerta es hacia la realidad adonde voy. Mientras tanto, lo que hay es un sueño. Sueño fatídico. Pero después, después todo es real. Y el alma libre busca un canto para acomodarse. Soy un yo que anuncia. No sé de qué estoy hablando. Estoy hablando de nada. Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien dirá con amor mi nombre.
Es hacia mi pobre nombre adonde voy.
Y de allá vuelvo para llamar al nombre del ser amado y de los hijos. Ellos me responderán. Al fin tendré una respuesta. ¿Qué respuesta? La del amor. Amor: yo os amo tanto. Yo amo el amor. El amor es rojo. Los celos son verdes. Mis ojos son verdes. Pero son verdes tan oscuros que en las fotografías salen negros. Mi secreto es tener los ojos verdes y que nadie lo sepa.
En la extremidad de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la que llora, la que se lamenta. Pero la que canta. La que dice palabras. ¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las traen de nuevo y yo las poseo.
Yo al lado del viento. La colina de los vientos aullantes me llama. Voy, bruja que soy. Y me transmuto.
Oh, cachorro, ¿dónde está tu alma? ¿Está cerca de tu cuerpo? Yo estoy cerca de mi cuerpo. Y muero lentamente.
¿Qué estoy diciendo? Estoy diciendo amor. Y cerca del amor estamos nosotros.

"LA BUSQUEDA DE LA DIGNIDAD" CLARICE LISPECTOR








La señora de Jorge B. Xavier simplemente no sabía decir cómo había entrado. Por la puerta principal no fue. Le parecía que vagamente soñadora había entrado por una especie de estrecha abertura en medio de los escombros de la construcción en obras, como si hubiera entrado de soslayo por un agujero hecho sólo para ella. El hecho es que cuando se dio cuenta, ya estaba adentro.
Y cuando se dio cuenta, advirtió que estaba muy, muy adentro. Caminaba interminablemente por los subterráneos del estadio de Maracaná, o por lo menos le parecían cavernas estrechas que daban a salas cerradas y, cuando se abrían, las salas sólo tenían una ventana que daba al estadio. Éste, a aquella hora oscuramente despierto, reverberaba al extremo sol de un calor inusitado para aquel día de pleno invierno.
Entonces siguió por un corredor sombrío. Éste la llevó igualmente a otro más sombrío. Le pareció que el techo de los subterráneos era bajo.
Y hete aquí que este corredor la llevó a otro que la llevó a su vez a otro.
Dobló el corredor desierto. Y entonces cayó en otra esquina. Que la llevó a otro corredor que desembocó en otra esquina.
Entonces continuó automáticamente entrando en corredores que siempre daban a otros corredores. ¿Dónde estaría la sala principal? Pues con ésta encontraría a las personas con quienes fijara la cita. La conferencia quizás ya habría comenzado. Iba a perderla, justamente ella que se esforzaba en no perder nada de cultural porque así se mantenía joven por dentro, ya que por fuera nadie adivinaba que tenía casi setenta años, todos le daban unos cincuenta y siete.
Pero ahora, perdida en los meandros internos y oscuros de Maracaná, ya arrastraba pies pesados de vieja.
Fue entonces cuando súbitamente encontró en un corredor a un hombre surgido de la nada y le preguntó por la conferencia que el hombre dijo ignorar. Pero ese hombre pidió información a un segundo hombre que también surgió repentinamente al doblar el corredor.
Entonces este segundo hombre informó que había visto cerca de los asientos de la derecha, en pleno estadio abierto, a «dos damas y un caballero, una de rojo». La señora Xavier dudaba de que esas personas fueran al grupo con el que ella debía encontrarse antes de la conferencia, y en realidad, ya había olvidado el motivo por el cual caminaba sin parar. De cualquier modo siguió al hombre rumbo al estadio, donde se detuvo ofuscada en el espacio hueco de luz ancha y mudez abierta, el estadio desnudo desventrado, sin balón ni fútbol. Además, sin gente. Había una multitud que existía por el vacío de su ausencia absoluta.
¿Las dos damas y el caballero ya habrían desaparecido por algún corredor?
Entonces, el hombre dijo con un desafío exagerado:
—Pues voy a buscarlas para usted y encontraré a esas personas de cualquier manera, no pueden haber desaparecido en el aire.
Y, en efecto, ambos las vieron de muy lejos. Pero un segundo después volvieron a desaparecer. Parecía un juego infantil donde carcajadas amordazadas reían de la señora de Jorge B. Xavier.
Entonces entró con el hombre en otros corredores. Hasta que el hombre también desapareció en una esquina.
La señora desistió ya de la conferencia que en el fondo poco le importaba. Lo que quería era salir de aquella maraña de caminos sin fin. ¿No habría puerta de salida? Entonces sintió como si estuviera dentro de un ascensor descompuesto entre un piso y otro. ¿No habría puerta de salida?
Fue entonces cuando súbitamente se acordó de las palabras informativas de la amiga, por teléfono: «Queda más o menos cerca del estadio de Maracaná». Frente a ese recuerdo comprendió su engaño de persona tonta y distraída que sólo escucha las cosas por la mitad, y la otra queda sumergida. La señora Xavier era muy distraída. Entonces, pues, no era en Maracaná el encuentro, era cerca de allí. Entretanto, su pequeño destino la tenía perdida en el laberinto.
Sí, entonces la lucha recomenzó peor todavía: quería salir por fuerza de allí y no sabía cómo ni por dónde.
Y de nuevo apareció en el corredor aquel hombre que buscaba a las personas y que otra vez le aseguró que las encontraría porque no podían haber desaparecido en el aire. Él dijo:
—¡La gente no puede desaparecer en el aire!
La señora informó:
—No hay necesidad de que se incomode buscando, ¿sabe? Gracias, igual. Porque el lugar donde debo encontrar a esa gente no es Maracaná.
El hombre dejó de andar inmediatamente y la miró, perplejo:
—Entonces, ¿qué está usted haciendo por aquí?
Ella quiso explicar que su vida era así mismo, pero ni siquiera sabía qué quería decir con «así mismo», ni con «su vida», de modo que nada respondió. El hombre insistió en la pregunta, entre desconfiado y cauteloso: ¿qué estaba haciendo allí? Nada, respondió sólo con el pensamiento la mujer, ya a punto de caer de cansancio. Pero no le respondió, le dejó creer que estaba loca. Además, ella nunca se explicaba. Sabía que el hombre la creía loca —y quizás lo fuera—, pues sentía aquella cosa que ella llamaba «aquello» por vergüenza. Aunque también tenía la llamada salud mental tan buena que sólo podía compararla con su salud física. Salud física ahora destrozada, pues arrastraba los pies de muchos años de camino por el laberinto. Su vía crucis. Estaba vestida de lana muy gruesa y sofocada y sudada con el inesperado calor de un auge de verano, ese día de verano que era un vicio de invierno. Le dolían las piernas, le dolían con el peso de la vieja cruz. Ya estaba resignada de algún modo a no salir nunca del Maracaná y a morir allí con el corazón exangüe.
Entonces, como siempre, sólo después de desistir de las cosas deseadas, éstas ocurrían. Lo que se le ocurrió de repente fue una idea: «Soy una vieja loca». ¿Por qué en vez de continuar preguntando por las personas que no estaban allí, no buscaba al hombre y le preguntaba cómo se salía de los corredores? Porque lo que quería era sólo salir y no encontrarse con nadie.
Encontró finalmente al hombre, al doblar una esquina. Y le habló con la voz un poco trémula y ronca por el cansancio y el miedo de que la esperanza fuera vana. El hombre, desconfiado, estuvo de acuerdo rápidamente con que ella se fuera a su casa y le dijo, con cuidado:
—Parece que usted no está muy bien de la cabeza, quizás sea el calor extremo.
Dicho esto, el hombre simplemente entró con ella en el primer corredor y en la esquina aparecieron dos largos portones abiertos. ¿Sólo eso? ¿Era tan fácil?
Tan fácil.
Entonces ella pensó que sólo para ella se había vuelto imposible hallar la salida. La señora Xavier estaba un poco asustada y al mismo tiempo, acostumbrada. En cierto sentido, cada uno tenía su propio camino a recorrer interminablemente, formando esto parte del destino, en el que ella no sabía si creía o no.
Pasó un taxi. Lo mandó detenerse y dijo, controlando la voz que estaba cada vez más vieja y cansada:
—Oiga, no sé bien la dirección, la olvidé. Pero sé que la casa queda en una calle (sólo recuerdo que se llama «Guzmán») y que hace esquina con una calle que si no me equivoco se llama Coronel no sé qué.
El conductor fue paciente como con una niña:
—Pues entonces no se preocupe, vamos a buscar tranquilamente una calle que tenga Guzmán en el medio y Coronel en el fin —dijo, volviéndose hacia atrás con una sonrisa y guiñándole un ojo de complicidad1 que parecía indecente. Partieron con una sacudida que le estremeció las entrañas.
Entonces, súbitamente, reconoció a las personas que buscaba y que se encontraban en la acera de enfrente, junto a una casa grande. Era como si la finalidad fuese llegar y no escuchar la conferencia que a esa hora estaba olvidada, pues la señora Xavier había olvidado su objetivo. Y no sabía por qué había caminado tanto. Estaba cansada más allá de sus fuerzas y quiso irse, la conferencia era una pesadilla. Entonces le pidió a una mujer importante y vagamente conocida que tenía auto con chófer que la llevara a su casa porque no se sentía bien con aquel calor tan raro. El chófer llegaría dentro de una hora. Entonces se sentó en una silla que había en el corredor, se sentó muy tiesa con su cinturón apretado, lejos de la cultura que se desarrollaba enfrente, en la sala cerrada. De la cual no salía sonido alguno. Poco le importaba la cultura. Allí estaba, en los laberintos de sesenta segundos y de sesenta minutos que la conducirían a una hora.
Entonces la mujer importante vino y le dijo: que el auto estaba en la puerta, pero que le informaba que, como el chófer había avisado que iba a tardar mucho, en vista de que la señora no lo estaba pasando bien, paró al primer taxi que vio. ¿Por qué ella no había tenido la idea de llamar un taxi, en lugar de estar dispuesta a someterse a los meandros del tiempo de espera? Entonces, la señora de Jorge B. Xavier se lo agradeció con extrema delicadeza. Ella siempre era muy delicada y educada. Ya en el taxi, dijo:
—Leblon, por favor.
Tenía la cabeza hueca, le parecía que su cabeza estaba en ayunas.
Al poco notó que andaban y andaban pero que otra vez terminaban por regresar a una misma plaza. ¿Por qué no salían de allí? ¿Otra vez no había camino de salida? El conductor acabó confesando que no conocía la zona Sur, que sólo trabajaba en la zona Norte. Y ella no sabía cómo enseñarle el camino. Cada vez le pesaba más la cruz de los años y la nueva falta de salida sólo renovaba la magia negra de los corredores de Maracaná. ¡No había modo de librarse de esa plaza! Entonces el chófer le dijo que tomara otro taxi, y hasta llegó a hacerle una señal a otro que pasó a su lado. Ella se lo agradeció comedidamente, era ceremoniosa con la gente, aun con los conocidos. Era muy gentil. En el nuevo taxi, dijo tímidamente:
—Si no le incomoda, vamos a Leblon.
Y simplemente salieron enseguida de la plaza y entraron en nuevas calles.
Fue al abrir con la llave la puerta del apartamento cuando tuvo el deseo, ganas, mentalmente y con la imaginación, de sollozar en voz alta. Pero no era persona de sollozar ni de protestar. De paso avisó a la criada de que no iba a atender el teléfono. Fue directamente a su habitación, se quitó toda la ropa, tragó una pastilla sin agua y esperó que diera resultado.
Mientras tanto, fumaba. Se acordó de que era el mes de agosto y pensó que agosto daba mala suerte. Pero septiembre llegaría un día como puerta de salida. Y septiembre era por algún motivo el mes de mayo: un mes más leve y más transparente. Pensando en eso, la somnolencia finalmente llegó y se adormeció.
Cuando despertó, horas después, vio que llovía una lluvia fina y helada, hacía un frío de lámina de cuchillo. Desnuda en la cama se congelaba. Le pareció muy curiosa la idea de una vieja desnuda. Se acordó de que había planeado la compra de un chai de lana. Miró el reloj: todavía podía encontrar la tienda abierta. Cogió un taxi y dijo:
—Ipanema, por favor.
El hombre le dijo:
—¿Cómo? ¿Al Jardín Botánico?
—Ipanema, por favor —repitió ella, bastante sorprendida. Era el absurdo del desencuentro total: ¿qué había en común entre las palabras Ipanema y Jardín Botánico? Pero otra vez pensó vagamente que «su vida era así».
Hizo la compra rápidamente y se vio en la calle oscura sin tener nada que hacer. Pues el señor Jorge B. Xavier había viajado a Sao Paulo el día anterior y sólo volvería al día siguiente.
Entonces, otra vez en la casa, entre tomar una nueva pildora para dormir o hacer alguna otra cosa, optó por la segunda hipótesis, pues se acordó de que ahora podría volver a buscar la letra de cambio perdida. Lo poco que entendía era que aquel papel representaba dinero. Hacía dos días que la buscaba minuciosamente por toda la casa, y hasta por la cocina, pero en vano. Ahora se le ocurrió: ¿y por qué no debajo de la cama? Quizás. Entonces se arrodilló en el suelo. Pero después se cansó de estar sólo apoyada en las rodillas y se apoyó también en las dos manos.
Entonces advirtió que estaba a cuatro patas.
Permaneció un tiempo así, quizás meditando, quizás no. Quién sabe, es posible que la señora Xavier estuviera cansada de ser un ente humano. Era una perra de cuatro patas. Sin ninguna nobleza. Perdida la altivez última. A cuatro patas, un poco pensativa, tal vez. Pero debajo de la cama sólo había polvo.
Se levantó con bastante esfuerzo, con las articulaciones desencajadas y vio que no tenía más remedio que considerar con realismo —y era un esfuerzo penoso ver la realidad—, considerar con realismo que la letra estaba perdida y que seguir buscándola sería no salir de Maracaná.
Y como siempre, cuando había desistido de buscar, al abrir un cajón de sábanas para sacar una encontró la letra de cambio.
Entonces, cansada por el esfuerzo de haber estado a cuatro patas, se sentó en la cama y comenzó sin darse cuenta a llorar mansamente. Aquel llanto parecía una letanía árabe. Hacía treinta años que no lloraba, pero ahora estaba muy cansada. Si aquello era llanto. No lo era. Era otra cosa. Finalmente se sonó la nariz. Entonces pensó lo siguiente: que ella forzaría el «destino» y tendría un destino mayor. Con la fuerza de la voluntad se consigue todo, pensó sin la menor convicción. Y eso de estar presa de un destino le ocurría porque ya había empezado a pensar sin querer en «aquello».
Pero sucedió entonces que la mujer también pensó lo siguiente: era demasiado tarde para tener un destino. Pensó que bien podría hacer cualquier tipo de cambio con otro ser. Entonces se dio cuenta de que no había con quién cambiarse: que fuese quien fuese, ella era ella y no podía transformarse en otra única. Cada uno era único. La señora de Jorge B. Xavier también.
Pero todo todo lo que le ocurría era todavía preferible a sentir «aquello». Y aquello vino con sus largos corredores sin salida. «Aquello», ahora sin ningún pudor, era el hambre dolorosa de sus entrañas, la necesidad de ser poseída por el inalcanzable ídolo de la televisión. No se perdía un solo programa suyo. Entonces, ya que no podía evitar pensar en él, la cosa era entregarse y recordar el rostro aniñado de Roberto Carlos, mi amor.
Fue a lavarse las manos sucias de polvo y se miró en el espejo del lavabo. Entonces, la señora Xavier pensó: «Si lo deseo mucho, pero mucho, él será mío por lo menos una noche». Creía vagamente en la fuerza de voluntad. De nuevo se enamoró, con el deseo retorcido y estrangulado.
Pero, ¿quién sabe? Si desistiera de Roberto Carlos, entonces las cosas entre él y ella ocurrirían. La señora Xavier meditó un poco sobre el asunto. Entonces, expertamente, fingió que desistía de Roberto Carlos. Pero bien sabía que el abandono mágico sólo daba resultado positivo cuando era real, no un truco cómodo de conseguir algo. La realidad exigía mucho de ella. Examinóse en el espejo para ver si el rostro se volvía bestial bajo la influencia de sus sentimientos. Pero era un rostro quieto que ya hacía mucho tiempo había dejado de representar lo que sentía. Además, su rostro nunca expresaba más que buena educación. Y ahora era sólo la máscara de una mujer de setenta años. Entonces, su cara levemente maquillada le pareció la de un payaso. La mujer forzó una sonrisa desganada para ver si mejoraba. No mejoró.
Por fuera —vio en el espejo— ella era una cosa seca como un higo seco. Pero por dentro no estaba seca. Parecía, por dentro, una encía húmeda, blanda como una encía desdentada.
Entonces buscó un pensamiento que la espiritualizara o que la secara de una vez. Pero nunca fue espiritual. Y a causa de Roberto Carlos ella estaba envuelta en las tinieblas de la materia, donde era profundamente anónima.
De pie en la bañera era tan anónima como una gallina.
En una fracción de fugitivo segundo casi inconsciente vislumbró que todas las personas son anónimas. Porque nadie es el otro y el otro no conoce al otro. Entonces, entonces cada uno es anónimo. Y ahora estaba enredada en aquel pozo hondo y mortal, en la revolución del cuerpo. Cuerpo cuyo fondo no se veía y que era la oscuridad de las tinieblas malignas de sus instintos vivos como lagartos y ratones. Y todo fuera de época, fruto fuera de estación. ¿Por qué las otras viejas nunca le habían avisado que eso podía ocurrir hasta el fin? En los hombres viejos, había visto miradas lúbricas. Pero en las viejas no. Fuera de estación. Y ella vivía como si todavía fuera alguien, ella, que no era nadie.
La señora de Jorge B. Xavier era nadie.
Entonces quiso tener sentimientos bonitos y románticos en relación a la delicadeza del rostro de Roberto Carlos. Pero no lo consiguió: la delicadeza de él sólo la llevaba a un corredor oscuro de sensualidad. Y la condena era la lascivia. Era hambre baja: ella quería comerse la boca de Roberto Carlos. No era romántica, ella era grosera en materia de amor. Allí en la bañera, frente al espejo del lavabo.
Con su edad indeleblemente marcada.
Sin siquiera un pensamiento sublime que le sirviera de lema o que ennobleciera su existencia.
Entonces empezó a deshacer el rodete de los cabellos y a peinarlos lentamente. Necesitaban un nuevo tinte, las raíces blancas ya asomaban. Enseguida, pensó lo siguiente: en mi vida nunca hubo un climax como en las historias que se leen. El climax era Roberto Carlos. Meditativa, concluyó que iba a morir secretamente, así como secretamente había vivido. Pero también sabía que toda muerte es secreta.
Desde el fondo de su futura muerte imaginó ver en el espejo la figura deseada de Roberto Carlos, con aquellos suaves cabellos rizados que tenía. Allí estaba, presa del deseo fuera de estación, igual que el día de verano en pleno invierno. Presa de los enmarañados corredores de Maracaná. Presa del secreto mortal de las viejas. Sólo que ella no estaba habituada a tener casi setenta años, le faltaba práctica y no tenía la menor experiencia.
Entonces dijo en voz alta y sin testigos:
—Robertito Carlitos.
Y agregó: «Mi amor». Oyó su voz con extrañeza como si estuviera por primera vez haciendo, sin ningún pudor o sentimiento de culpa, la confesión que sin embargo debería ser vergonzosa. Pensó que posiblemente Robertito no iba a aceptar su amor porque ella tenía conciencia de que este amor era ridículo, melosamente voluptuoso y dulzón. Y Roberto Carlos parecía tan casto, tan asexuado.
Sus labios levemente pintados, ¿serían todavía besables? ¿O acaso era enojoso besar boca de vieja? Examinó bien de cerca e inexpresivamente sus propios labios. Y todavía inexpresivamente cantó en voz baja el estribillo de la canción más famosa de Roberto Carlos: «Quiero que usted me caliente este invierno y que todo lo demás se vaya al infierno».
Fue entonces que la señora de Jorge B. Xavier bruscamente se dobló sobre la pila como si fuera a vomitar las visceras e interrumpió su vida con una mudez hecha pedazos: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiiiiiiida!


(del Silencio)

"LA PARTIDA DEL TREN" CLARICE LISPECTOR









La partida era en la Central con su reloj enorme, el más grande del mundo. Marcaba las seis de la mañana. Ángela Pralini pagó el taxi y cogió su pequeña valija. Doña María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo descendió del Opel de la hija y se encaminaron hacia las vías. La vieja iba bien vestida y con joyas. De las arrugas que la ocultaban salía la forma pura de una nariz perdida en la edad, y de una boca que en otros tiempos debía haber sido llena y sensible. Pero qué importa. Se llega a un cierto punto y lo que fue no importa. Comienza una nueva raza. Una vieja no puede comunicarse. Recibió el beso helado que su hija le dio antes de que el tren partiera. Antes la ayudó a subir al vagón. Aunque en éste no había un centro, ella se colocó de lado. Cuando la locomotora se puso en movimiento, se sorprendió un poco: no esperaba que el tren siguiera en esa dirección y se encontró sentada de espaldas al camino.

Ángela Pralini advirtió el movimiento y preguntó:

-¿Quiere cambiar de lugar conmigo?

Doña María lo rechazó con delicadeza, dijo que no, muchas gracias, a ella le daba lo mismo. Pero parecía haberse perturbado. Se pasó la mano sobre el camafeo afiligranado de oro, pinchado en el pecho, paseó la mano por el broche, la quitó, la llevó hasta el sombrero de fieltro con una rosa de paño, la retiró. Seca. ¿Ofendida? Al final, le preguntó a Ángela Pralini:

-¿Es por mí que desea cambiar de lugar?

Ángela Pralini dijo que no, se sorprendió, la vieja se sorprendió por el mismo motivo: no se reciben atenciones de una viejita. Ella sonrió un poco demasiado y los labios cubiertos de talco se partieron en surcos secos: estaba encantada. Y un poco agitada:

-Qué amabilidad la suya -le dijo-, qué gentileza.

Hubo un movimiento de perturbación porque Ángela Pralini rió también, y la vieja continuaba riendo, mostrando una dentadura bien arenada. Dio discretamente un tirón al cinturón que la apretaba demasiado.

-Qué amable- repitió.

Se recompuso un tanto deprisa, cruzó las manos sobre el bolso que contenía todo lo que se podía imaginar. Las arrugas, mientras reía, habían tomado un sentido, pensó Ángela. Ahora eran otra vez incomprensibles, superpuestas en un rostro otra vez inmodelable. Pero Ángela le quitaba la tranquilidad. Ya conocía a muchas jóvenes nerviosas que se decían: si me río un poco lo arruino todo, va a ser ridículo, tengo que parar, y era imposible, la situación era muy triste. Con inmensa piedad, Ángela vio la cruel verruga en la mandíbula, verruga de la cual salía un pelo negro y tieso. Pero Ángela le quitaba la tranquilidad. Se daba cuenta de que sonreiría en cualquier momento: Ángela la ponía en ascuas. Ahora era una de esas viejitas que parecen pensar que están siempre atrasadas, que se pasaron de hora. No se contuvo un segundo más, se irguió y espió por su ventana, como si fuera imposible mantenerse sentada.

-¿Quiere levantar el cristal? -le dijo un chico que oía a Haendel en una radio a pilas.

-¡Ah! -exclamó ella, aterrorizada.

¡Oh, no!, pensó Ángela, se estaba arruinando todo, el chico no debía haber dicho eso, era demasiado, no había que tocarla otra vez. Porque la vieja, casi a punto de perder la actitud de la que vivía, casi a punto de perder cierta amargura, temblaba como música de clave entre la sonrisa y el extremo encanto.

-No, no, no -dijo ella con falsa autoridad-, de ningún modo, gracias, sólo quería mirar.

Se sentó inmediatamente como si la delicadeza del chico y de la muchacha la vigilaran. La vieja, antes de subir al tren, se persignó con tres cruces en el corazón, besando discretamente las puntas de los dedos. Llevaba un vestido oscuro con cuello de encaje verdadero y un camafeo de oro puro. En la oscura mano izquierda las dos alianzas gruesas de viuda, gruesas como ya no se hacían. Del otro vagón se oía a un grupo de bandeirantes que cantaban Brasil agudamente. Felizmente, era en el otro vagón. La música de la radio del chico se entrecruzaba con la música de otro, que estaba escuchando a Edith Piaf cantando J´attendrai.

Fue entonces cuando el tren de pronto dio una sacudida y las ruedas se pusieron en movimiento. Comenzó la partida. La vieja murmuró bajo: "¡Ay, Jesús!". Ella se bañaba en la terma de Jesús. Amén. Por la radio a pilas de una mujer se supo que eran las seis y treinta de la mañana, mañana fría, la vieja pensó: Brasil mejora la señalización de sus calles. Un tal Kissinger parecía mandar en el mundo.

Nadie sabe dónde estoy, pensó Ángela Pralini, y eso la asustaba un poco, ella era una fugitiva.

-Mi nombre es María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo, Alvarenga Chagas era el apellido de mi padre -dijo, agregando una petición de disculpas por tener que decir tantas palabras sólo para pronunciar su nombre-. Chagas -añadió con modestia- eran las llagas de Cristo. Pero me puede llamar doña María Rita. ¿Y su nombre? Su gracia, ¿cuál es?

-Mi nombre es Ángela Pralini. Voy a pasar seis meses en la hacienda de mis tías. ¿Y usted?

-¡Ah! Yo voy a la hacienda de mi hijo, me voy a quedar allí el resto de mi vida, mi hija me trajo hasta el tren y mi hijo me espera con el auto en la estación. Soy como un paquete que se entrega de mano en mano.

Los tíos de Ángela no tenían hijos y la trataban como a una hija. Ángela se acordó de la nota que dejó para Eduardo: "No me busques. Voy a desaparecer de tu vida para siempre. Te amo como nunca. Tu Ángela no fue más tuya porque tú no quisiste".

Quedaron en silencio. Ángela Pralini se entregó al ruido cadencioso del tren. Doña María Rita miró de nuevo su anillo de brillantes y perla en su dedo, alisó el camafeo de oro: "Soy vieja pero soy rica, más rica que todos aquí en el vagón. Soy rica, soy rica". Espió el reloj, más para ver la gruesa placa de oro que para ver la hora. "Soy muy rica, no soy una vieja cualquiera." Pero sabía, ah, sabía bien que era una viejita cualquiera, una viejita asustada por las menores cosas. Se acordó de sí misma, el día entero sola en su mecedora, sola con los criados, mientras la hija, relacionista pública, pasaba el día afuera, no llegaba hasta las ocho de la noche, y ni siquiera le daba un beso. Se acordó ese día a las cinco de la mañana, todavía oscuro y hacía frío.

Después de la delicadeza del chico estaba extraordinariamente agitada y sonriente. Parecía más delgada. Cuando se reía, se revelaba como una de esas viejas llenas de dientes. La crueldad dislocada de los dientes. El chico ya se había alejado. Ella abría y cerraba los párpados. De pronto golpeó con los dedos la pierna de Ángela, con extrema rapidez y suavidad:

-Hoy todos están verdaderamente, pero verdaderamente amables, qué gentileza, qué gentileza.

Ángela sonrió. La vieja permaneció sonriendo sin quitar los ojos profundos y vacíos de los ojos de la muchacha. Vamos, vamos, la fustigaban de todos lados, y ella espiaba para acá y para allá como si fuera a escoger. ¡Vamos, vamos!, la empujaban riendo de todos lados y ella se sacudía, sonriente, delicada.

-Qué amables son todos en este tren -dijo.

Súbitamente intentó recomponerse, carraspeó falsamente, se contuvo. Debía ser difícil. Temía haber llegado a un punto donde no podía interrumpirse. Se mantuvo en severidad y temor, cerró los labios sobre los innumerables dientes. Pero no podía engañar a nadie. Su rostro tenía tal esperanza que perturbaba los ojos de quienes la veían. Ella ya no dependía de nadie: una vez que la habían tocado, podían irse, ahora ella sola se irradiaba, magra, alta. Pero todavía quería decir algo y ya preparaba un gesto social de cabeza, llena de gracia previa. Ángela se preguntaba si ella sabría expresarse. Ella pareció pensar, pensar y encontrar con ternura un pensamiento ya todo hecho donde mal y mal podía acoger su sentimiento. Dijo con cuidado y sabiduría de anciana, como si precisara tomar ese aire para hablar como vieja:

-La juventud. La juventud amable.

Rió un poco fingidamente. ¿Iba a tener una crisis de nervios?, pensó Ángela Pralini. Porque estaba tan maravillosa. Pero carraspeó otra vez con austeridad, dio unos golpecitos con las puntas de los dedos como si ordenara con urgencia a la orquesta una nueva partitura. Abrió el bolso, lo revisó hasta encontrar un diario grande y normal, fechado tres días atrás, observó Ángela. Se puso a leer.

Ángela había perdido siete kilos. En la hacienda iba a comer lo que nunca en la vida: guiso de habas y repollo de Minas Gerais, para recuperar los preciosos kilos perdidos.

Estaba tan delgada por intentar acompañar el raciocinio brillante e interrumpido de Eduardo: bebía café sin azúcar sin parar para mantenerse despierta. Ángela Pralini tenía los senos muy bonitos, eran su punto fuerte. Tenía los ojos con ojeras profundas. Ella aprovechaba el silbido aullante del tren para que fuese su propio grito. Era un berrido agudo, el suyo, sólo que vuelto hacia adentro. Era la mujer que bebía más whisky en el grupo de Eduardo. Aguantaba de seis a siete de una vez, manteniendo una lucidez de terror. En la hacienda iba a beber leche grasa de vaca. Una cosa unía a la vieja y a Ángela: ambas iban a ser recibidas con los brazos abiertos, pero una no sabía eso de la otra. Ángela se estremeció súbitamente: quién daría el último día de vermicida al cachorro. Ah, Ulises, pensó ella del perro, no te abandoné porque quisiera, lo que necesitaba era huir de Eduardo, antes que él me arruinase totalmente con su lucidez: lucidez que iluminaba demasiado y lo quemaba todo. Ángela sabía que los tíos tenían remedio contra la picadura de cobra: pretendía entrar de lleno en la floresta espesa y verde, con botas altas y untada con remedio contra la picadura de mosquito. Como si saliera de la carretera Transamazónica, la exploradora. ¿Qué bichos encontraría? Era mejor llevar una espingarda, comida y agua. Y una brújula. Desde que descubrió -pero lo descubrió realmente con espanto- que iba a morir un día, desde entonces no tuvo más miedo a la vida, y a causa de la muerte, tenía derechos totales: lo arriesgaba todo. Después de haber tenido dos uniones que habían terminado en nada, esta tercera que terminaba en amor-adoración, cortada por la fatalidad del deseo de sobrevivir. Eduardo la había transformado: la hizo volver los ojos hacia adentro. Pero ahora miraba hacia afuera. Veía a través de la ventana los senos de la tierra, en las montañas. ¡Existen pajaritos, Eduardo! ¡Existen nubes, Eduardo!, y cuando yo era una niña cabalgaba a la carrera en un caballo desnudo, sin silla. Y estoy huyendo de mi suicidio, Eduardo. Disculpa, Eduardo, pero no quiero morir. Quiero ser fresca y rara como una granada.

Y la vieja fingía que leía el periódico. Pero pensaba: su mundo era un suspiro. No quería que los otros la consideraran abandonada. Dios me dio salud para viajar, sólo. Ttambién soy buena de cabeza, no hablo sola y yo misma me baño todos los días. Olía a agua de rosas mustias y maceradas, era su perfume añejo y enmohecido. Tener un ritmo respiratorio, pensó Ángela de la vieja, era la cosa más bella que quedó desde que doña María Rita naciera. Era la vida.

Doña María Rita pensaba: cuando se hizo vieja comenzó a desaparecer para los otros, sólo la veían por casualidad. Ella ya era el futuro.

Ángela pensó: creo que si encontrara la verdad, no podría pensarla. Sería impronunciable mentalmente.

La vieja siempre fue un poco vacía; bien, un poquito. ¿Muerte? Era raro, no formaba parte de los días. Y aun "no existir" ni existía, era imposible no existir. No existir no cabía en nuestra vida diaria. La hija no era cariñosa. En compensación, el hijo era tan cariñoso, bonachón, medio gordo. La hija era seca, con sus besos rápidos, la relacionista pública. La vieja tenía cierta holganza de vivir. La monotonía, sin embargo, era lo que la sostenía.

Eduardo escuchaba música con el pensamiento. Y entendía la disonancia de la música moderna, sólo sabía entender. Su inteligencia la ahogaba. "Tú eres una temperamental, Ángela", le dijo una vez. ¿Y qué? ¿Qué mal había en eso? Soy lo que soy y no lo que piensas que soy. La prueba de quien soy es esta partida del tren. Mi prueba también es doña María Rita, ahí enfrente. ¿Prueba de qué? Sí. Ella ya tuvo plenitud. Cuando ella y Eduardo estaban tan apasionados uno por el otro que estando juntos en una cama, con las manos unidas, ella sentía la vida completa. Poca gente conocía la plenitud. Y, porque la plenitud es también una explosión, ella y Eduardo cobardemente pasaron a vivir "normalmente". Porque no se puede prolongar el éxtasis sin morir. Se separaron por un motivo fútil casi inventado: no querían morir de pasión. La plenitud es una de las verdades encontradas. Pero el rompimiento necesario fue para ella una ablación, como ocurre a las mujeres a quienes les extraen el útero y los ovarios: vacía por dentro.

Doña María Rita era tan antigua que en la casa de la hija estaban habituados a ella como a un mueble viejo. Ella no era novedad para nadie. Pero nunca le pasó por la cabeza que era una solitaria. Sólo que no tenía nada que hacer. Era un ocio forzado que en ciertos momentos se tornaba doloroso: no tenía nada que hacer en el mundo. Salvo vivir como un gato, como un cachorro. Su ideal era ser dama de compañía de alguna señora, pero eso ya no se usaba y además nadie la creería fuerte a los setenta y siete años, pensarían que era floja. No hacía nada, sólo eso: ser vieja. A veces se deprimía: pensaba que no servía para nada, no servía siquiera a Dios: doña María Rita no tenía infierno dentro de ella. ¿Por qué los viejos, aun los que no tiemblan, sugieren algo delicadamente trémulo? Doña María Rita tenía un temblor quebradizo de música de acordeón.

Pero cuando se trata de la vida, ¿quién nos ampara? Pues cada uno es uno. Y cada vida tiene que ser amparada por esa propia vida de cada uno. Cada uno de nosotros: es con lo que contamos. Como doña María Rita siempre fue una persona común, le parecía que morir no era cosa normal. Morir era sorprendente. Era como si ella no estuviera a la altura del acto de la muerte, pues nunca le había ocurrido hasta ahora nada de extraordinario en la vida que justificara de pronto otro hecho extraordinario. Hablaba y hasta pensaba en la muerte, pero en el fondo era escéptica e incrédula. Pensaba que se moría cuando ocurría un accidente o alguien mataba a alguien. La vieja tenía poca experiencia. A veces tenía taquicardia: bacanal del corazón. Pero sólo eso, y le sucedía desde joven. En su primer beso, por ejemplo, el corazón se desgobernó. Y fue una cosa buena, en el límite con lo malo. Algo que recordaba su pasado, no como hechos sino como vida: una sensación de vegetación en sombra, hierbas, samambayas, culandrillos, frescor verde. Cuando sentía eso otra vez, sonreía. Una de las palabras más eruditas que usaba era "pintoresco". Era bueno. Era como oír el murmullo de una fuente y no saber dónde nacía.

Un diálogo que sostenía consigo misma:

-¿Estás haciendo algo?

-Sí, estoy: estoy siendo triste.

-¿No te molesta estar sola?

-No; pienso

A veces no pensaba. A veces se quedaba sólo siendo. No necesitaba hacer. Ser era ya un hacer. Podía ser lentamente o un poco de prisa.

En el asiento de atrás, dos mujeres hablaban y hablaban sin parar. Sus voces constantes se fundían con el ruido de las ruedas del tren y de las vías.

Doña María Rita había esperado que la hija permaneciera en la plataforma del tren para decirle adiós, pero esto no sucedió. El tren inmóvil. Hasta que arrancó.

-Ángela -dijo-, una mujer nunca dice la edad, por eso sólo puedo decirte que es mucha. Pero a ti (¿puedo tutearte, verdad?) voy a hacerte una confidencia: tengo setenta y siete años.

-Yo tengo treinta y siete -dijo Ángela Pralini.

Eran las siete de la mañana.

-Cuando era joven era muy mentirosa. Mentía muchísimo.

Después, como si se hubiera desencantado de la magia de la mentira, dejó de mentir.

Ángela, mirando a la vieja doña María Rita, tuvo miedo de envejecer y de morir.

Sostén mi mano, Eduardo, para no tener miedo de morir. Pero él no sostenía nada. Lo único que hacía era: pensar, pensar y pensar. Ah, Eduardo, ¡quiero la dulzura de Schumann! Su vida era una vida deshecha, evanescente. Le faltaba un hueso duro, áspero y fuerte, contra el cual nadie pudiera nada. ¿Quién sería ese hueso esencial? Para alejar esa sensación de enorme carencia, pensó: ¿cómo se las arreglaban en la Edad Media sin teléfono y sin avión? Misterio. Edad Media, yo te adoro y tus nubes oscuras y cargadas que desembocaron en el Renacimiento luminoso y fresco.

En cuanto a la vieja, estaba ida. Miraba hacia la nada.

Ángela se miró en el pequeño espejo del bolso. Me parezco a un desmayo. Cuidado con el abismo, le digo a aquella que se parece a un desmayo. Cuando me muera, voy a sentir tanta nostalgia de ti, Eduardo. La frase no resistía la lógica, sin embargo tenía en sí misma un imponderable sentido. Era como si ella quisiera expresar una cosa y expresara otra.

La vieja ya era el futuro. Parecía tener vergüenza. ¿Vergüenza de ser vieja? En algún punto de su vida debería con certeza haber habido un error, y el resultado era ese extraño estado de vida. Que sin embargo no la llevaba a la muerte. La muerte era siempre una sorpresa para quien moría. Tenía, a pesar de todo, el orgullo de no babear ni hacer pipí en la cama, como si esa forma de salud bravía hubiera sido meritoriamente el resultado de un acto de su voluntad. Sólo no era una dama, una señora de edad, por no tener arrogancia: era una viejita digna que de repente tomaba un aire asustadizo. Ella, bueno, ella se elogiaba a sí misma, considerábase una vieja llena de precocidad como una niña precoz. Pero la verdadera intención de su vida, no la sabía.

Ángela soñaba con la hacienda: allí se escuchaban gritos, latidos y aullidos, de noche. "Eduardo -pensó ella para él-, yo estaba cansada de intentar ser lo que tú creías que soy. Tengo un lado malo (el más fuerte y el que predominaba ahora, el que había intentado esconder por ti), y en ese lado fuerte yo soy una vaca, soy una yegua libre que patea en el suelo, soy una mujer de la calle, soy vagabunda, y no una "letrada". Sé que soy inteligente y que a veces escondo eso para no ofender a los otros con mi inteligencia, y que soy una inconsciente. Huí de ti, Eduardo, porque tú me estabas matando con tu cabeza de genio que me obligaba casi a taparme los oídos con las manos y casi a gritar de horror y de cansancio. Y ahora me voy a quedar seis meses en la hacienda, tú no sabes dónde estaré, y todos los días tomaré un baño en el río mezclando con el barro mi propio barro. Soy vulgar, Eduardo, y tienes que saber que me gusta leer historias de folletín, mi amor, oh, mi amor, cómo te amo y cómo amo tus terribles maleficios, ah, cómo te adoro, soy tu esclava. Pero yo soy física, mi amor, yo soy física y tuve que esconder de ti la gloria de ser física. Y tú, que eres el mismo fulgor del raciocinio, entonces no sabía, eras alimentado por mí. Tú, superintelectual y brillante y dejando a todos admirados y boquiabiertos."

-Me parece -se dijo en voz baja la vieja-, me parece que esa joven bonita no tiene interés en conversar conmigo. No sé por qué, pero nadie conversa más conmigo. Aun cuando estoy junto a la gente, nadie parece pensar en mí. A fin de cuentas, no tengo la culpa de ser vieja. Pero no hago daño, y me hago compañía. Y también tengo a Nandino, mi hijo querido que me adora.

"¡El placer sufrido de rascarse!", pensó Ángela. Yo, yo que no voy en esa dirección ni en la otra, ¡soy libre! Estoy quedando más saludable, tengo deseos de decir un desafuero en voz alta para asustar a todos. ¿La vieja no entendería? No sé, ella debe haber parido varias veces. Yo no estoy de acuerdo en eso de que lo cierto es ser infeliz, Eduardo. Quiero gozar de todo y después morir y que me dañe, que me dañe, que me dañe. Sé bien que la vieja es capaz de ser infeliz sin saberlo. Pasividad. Y no entro en eso tampoco, nada de pasividad, quiero tomar un baño desnuda en el río barroso que se parece a mí, ¡desnuda y libre! ¡Viva! ¡Tres vivas! ¡Lo abandono todo! ¡Todo! Y así no soy abandonada, no quiero depender sino de unas tres personas, y el resto es: Buenos días, ¿todo bien? Todo bien. Edu, ¿sabes? Te abandono. Tú, en el fondo de tu intelectualismo, no vales la vida de un perro. Te abandono, entonces. Y abandono el grupo falsamente intelectual que exigía de mí un vano y nervioso ejercicio continuo de inteligencia falsa y apresurada. Fue preciso que Dios me abandonara para que yo sintiera su presencia. Necesito matar a alguien dentro de mí. Tú arruinaste mi inteligencia con la tuya que es de genio. Y me obligaste a saber, a saber, a saber. Ah, Eduardo, no te preocupes, llevo conmigo los libros que tú me diste para "seguir un curso en casa", como querías. Estudiaré filosofía cerca del río, por el amor que te tengo.

Ángela Pralini tenía pensamientos tan hondos que no había palabras para expresarlos. Era mentira decir que sólo se podía tener un pensamiento a la vez: tenía muchos pensamientos que se entrecruzaban y eran diferentes. Sin hablar del "subconsciente" que explota en mí, quiera o no quiera. Soy una fuente, pensó Ángela, pensando al mismo tiempo dónde habría puesto el pañuelo de cabeza, pensando si el cachorro habría tomado la leche que le había dejado, en las camisas de Eduardo, y su extremado agotamiento físico y mental. Y en la vieja doña María Rita. "Nunca voy a olvidar tu rostro, Eduardo." Era un rostro un poco asustado, asustado de su propia inteligencia. Él era un ingenuo. Y amaba sin saber que estaba amando. Iba a quedarse tonto cuando descubriera que ella se había ido, dejando al cachorro y a él. Abandono por falta de nutrición, pensó. Al mismo tiempo pensaba en la vieja sentada enfrente. No era verdad que sólo se pensaba en una sola cosa. Era, por ejemplo, capaz de escribir un talón perfecto, sin un error, pensando en su vida. Que no era buena, pero, en definitiva, era suya. Suya otra vez. La coherencia, no la quiero más. La coherencia es mutilación. Quiero el desorden. Sólo adivino a través de una vehemente incoherencia. Para meditar saqué demasiadas cosas de mí y siento el vacío. Es en el vacío donde se pasa el tiempo. Ella que adoraba una buena playa, con sol, arena y sol. Él está abandonado, perdió el contacto con la tierra, con el cielo. Él ya no vive, existe. El aire entre ella y Eduardo Gomes era de emergencia. Ella se había transformado en una mujer urgente. Es que, para mantener despierta la urgencia, tomaba drogas excitantes que la adelgazaban cada vez más y le quitaban el hambre. Quiero comer, Eduardo, tengo hambre, Eduardo, hambre de mucha comida. ¡Soy orgánica!

"Conozca hoy el supertrén de mañana." Selecciones del Reader´s Digest que ella a veces leía a escondidas de Eduardo. Era como las Selecciones que decían: conozca hoy el supertrén de mañana. Positivamente no estaba conociendo hoy. Pero Eduardo era el supertrén. Súper todo. Ella conocía hoy el súper de mañana. Y no lo soportaba. No soportaba el movimiento perpetuo. Tú eres el desierto, y yo voy a Oceanía, a los mares del Sur, a la isla de Tahití. Aunque estén estragadas por los turistas. Tú no eres más que un turista, Eduardo. Voy hacia mi propia vida, Edu. Y digo como Fellini: en la oscuridad y en la ignorancia creo más. La vida que llevaba con Eduardo tenía olor a farmacia nueva recién pintada. Ella prefería el olor vivo del estiércol por más repugnante que fuera. Él era correcto como una pista de tenis. Además, practicaba el tenis para mantener la forma. En fin, él era un trasto que ella amaba y casi no amaba más. Estaba recobrando en el tren mismo su salud mental. Continuaba apasionada por Eduardo. Y él, sin saber, también lo estaba por ella. Yo que no consigo hacer nada bien, excepto las tortillas. Con una sola mano rompía huevos con una rapidez increíble, y los volcaba en la vasija sin derramar ni una gota. Eduardo moría de envidia de tanta elegancia y eficiencia. Él a veces daba charlas en las universidades y lo adoraban. Ella también asistía, ella también lo adoraba. ¿Cómo empezaba? "No me siento a gusto cuando veo algunas personas que se levantan cuando oyen anunciar que voy a hablar." Ángela siempre tenía miedo que la gente se retirara y lo dejaran solo.

La vieja, como si hubiera recibido una transmisión de pensamiento, pensaba: que no me dejen sola. ¿Qué edad tengo? Ya ni lo sé.

Después, enseguida, vació su pensamiento. Y era tranquilamente nada. Mal existía. Era bueno así, muy bueno. Inmersiones en la nada.

Ángela Pralini, para calmarse, se contó una historia muy calmante, muy tranquila: era una vez un hombre a quien le gustaban mucho las frutas del jabuticabas. Entonces fue hacia un bosque donde había árboles cargados de protuberancias negras, lisas y lustrosas, que le caían en las manos blandamente y que de las manos le caían a los pies. Era tal la abundancia de jabuticabas que se daba el lujo de pisarlas. Y ellas hacían un ruidito muy gracioso. Hacían así: cloc-cloc-cloc, etc. Ángela se calmó con el hombre de las jabuticabas.

En la hacienda había jabuticabas y ella iba a hacer con los pies desnudos el cloc-cloc, suave y húmedo. Nunca sabía si debía o no tragar los carozos. ¿Quién le iba a contestar esa pregunta? Nadie. Sólo tal vez un hombre que, como Ulises, el perro, y contra Eduardo, respondiera: "Mangia, bella, que ti fa bene". Sabía un poquito de italiano pero nunca estaba segura de su sentido. Y después de lo que ese hombre dijera, ella tragaría los carozos. Otro árbol que le gustaba era uno cuyo nombre científico había olvidado pero que en la infancia todos habían conocido directamente, sin ciencia, era uno que en el Jardín Botánico de Río hacía un cloc-cloc sequito. ¿Ves? ¿Ves cómo estás renaciendo? Siete vidas de gato. El número siete la acompañaba, era su secreto, su fuerza. Se sentía linda. No lo era. Pero se sentía. Se sentía también bondadosa. Con ternura hacia la vieja María Rita que se había puesto las gafas para leer el diario. Todo era vagaroso en la vieja María Rita. ¿Cerca del fin? Ay, cómo duele morir. En la vida se sufre más si se tiene algo en la mano: la inefable vida. Pero, ¿y la pregunta sobre la muerte? Era preciso no tener miedo: ir hacia el frente, siempre.

Siempre.

Como el tren.

Y en algún lugar existe una cosa escrita en el muro. Y es para mí, pensó Ángela. De las llamas del Infierno llegará un telegrama fresco para mí. Y nunca más mi esperanza será decepcionada. Nunca. Nunca más.

La vieja era anónima como una gallina, como había dicho una tal Clarice hablando de una vieja desvergonzada, enamorada de Roberto Carlos. Esa Clarice incomodaba. Hacía gritar a la vieja: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiida! y la había. Por ejemplo, la puerta de salida de esa vieja era el marido que volvería al día siguiente, eran personas conocidas, era su empleada, era la plegaria intensa y fructífera frente a la desesperación. Ángela se dijo como si se mordiera rabiosamente: tiene que haber una puerta de salida. Tanto para mí como para doña María Rita.

Yo no puedo detener el tiempo, pensó María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo. Fracasé. Estoy vieja. Y fingió leer el diario sólo para recuperar la compostura.

Quiero sombra, gimió Ángela, quiero sombra y anonimato.

La vieja pensó: su hijo era tan bondadoso, tan cálido de corazón, tan cariñoso. La llamaba "madrecita". Sí, tal vez pase el resto de mi vida en la hacienda, lejos de la relacionista pública que no me necesita. Y mi vida será muy larga, a juzgar por mis padres y abuelos. Podía alcanzar, fácil, fácil, los cien años, pensó confortablemente. Y morir de repente para no tener tiempo de sentir miedo. Se persignó discretamente y pidió a Dios una buena muerte.

Ulises, si tu cara fuera vista bajo el punto de vista humano, serías monstruoso y feo. Era lindo desde el punto de vista perro. Era vigoroso como un caballo blanco y libre, sólo que era castaño suave, anaranjado, color whisky. Pero su pelo es lindo como el de un enérgico y empinado caballo. Los músculos del pescuezo eran vigorosos y se podían tocar con manos de dedos sabios. Ulises era un hombre. Sin dejar de ser un perro. Era delicado como un hombre. Una mujer debe tratar bien al hombre.

El tren entrando en el campo: los grillos gritaban agudos y ásperos.

Eduardo, una vez, sin gracia, como quien se ve forzado a cumplir una función, le dio de regalo un gélido diamante. Ella hubiera preferido brillantes. En fin, suspiró ella, las cosas son como son. A veces, cuando miraba desde lo alto de su apartamento, tenía deseos de suicidarse. Ah, no por Eduardo, sino por una especie de fatal curiosidad. No se lo contaba a nadie, por miedo de influir en un suicida latente. Ella quería la vida, la vida plana y plena, bonita, leyendo los artículos de Selecciones. Quería morir sólo a los noventa años, en medio de un acto de vida, sin sentir. El fantasma de la locura nos ronda. ¿Qué es lo que haces? Estoy esperando el futuro.

Cuando finalmente el tren se puso en movimiento, Ángela Pralini encendió el cigarrillo en aleluya: tenía miedo de que cuando el tren partiera, no tuviera el coraje de irse y terminara por bajar del vagón. Pero ya estaban sujetos los amortiguadores y las ruedas daban repentinos sobresaltos. El tren marchaba. Y la vieja María Rita suspiraba: estaba más cerca del hijo amado. Con él podría ser madre, ella que era castrada por su hija.

Una vez que Ángela tuvo dolores menstruales, Eduardo intentó, sin mucha gracia, ser cariñoso. Y le dijo una cosa horrorosa: estás enferma, ¿no? Se ruborizaba de vergüenza.

El tren corría cuanto podía. El maquinista feliz: así era bueno, y pitaba a cada curva del camino. Era un largo y grueso silbido de tren en marcha, ganando terreno. La mañana era fresca y llena de hierbas altas y verdes. Así, sí, vamos hacia adelante, dijo el maquinista a la máquina. La máquina respondió con alegría.

La vieja era nada. Y miraba hacia el aire como se mira a Dios. Estaba hecha de Dios. Es decir: todo o nada. La vieja, pensó Ángela, era vulnerable. Vulnerable al amor, al amor de su hijo. La madre era franciscana, la hija polución.

Dios, pensó Ángela, si existes, ¡muéstrate! Porque llegó la hora. Es esta hora, este minuto y este segundo.

Y el resultado fue que tuvo que ocultar las lágrimas que le vinieron a los ojos. Dios de algún modo le respondía. Ella estaba satisfecha y se tragó un sollozo ahogado. Vivir dolía. Vivir era una herida abierta. Vivir es ser como mi cachorro. Ulises no tenía nada que ver con el Ulises de Joyce. Intenté leer a Joyce pero no seguí porque era pesado, disculpa, Eduardo. Sé que es un pesado genial. Ángela estaba amando a la vieja que era nada, la madre que le faltaba. Madre dulce, ingenua y sufriente. Su madre que murió cuando ella tenía nueve años; aun enferma, pero viva, servía. Aun paralítica, servía.

Entre ella y Eduardo el aire tenía gusto de sábado. Y de pronto los dos eran raros, la rareza en el aire. Ellos se sentían raros, no formando parte de las mil personas que iban por la calle. Los dos a veces eran cómplices, tenían una vida secreta porque nadie los comprendía. Y también porque los raros son perseguidos por la gente que no toleran la insultante ofensa de los que se diferencian. Escondían su amor para no herir a los otros con la envidia. Para no herirlos con una estrella demasiado luminosa para los ojos.

Au, au, au, ladrará mi cachorro. Mi gran cachorro.

La vieja pensó: soy una persona involuntaria. tanto que, cuando reía -lo que no ocurría a menudo-, nadie sabía si reía o lloraba. Sí. Ella era involuntaria.

Mientras tanto, Ángela Pralini se sentía efervescente como las gotitas de agua mineral Cachambú: de repente. Así: de repente. ¿De repente qué? Sólo de repente. Cero. Nada. Tenía treinta y siete años y pretendía a cada instante comenzar la vida. Como las gotitas efervescentes del agua Cachambú. Las siete letras de Pralini le daban fuerza. Las seis letras de Ángela la volvían anónima.

Con un largo silbido aullante se llegaba a la pequeña estación donde Ángela Pralini descendería. Cogió su valija. En el espacio entre la gorra del empleado y la nariz de una joven, estaba la vieja durmiendo inflexible, con la cabeza tiesa bajo el sombrero de fieltro, una mano cerrada sobre el diario.

Ángela bajó del vagón.

Naturalmente, eso no tenía la menor importancia: hay personas que siempre se arrepienten, es un rasgo de ciertas naturalezas culpables. Pero la dejó perturbada la imagen de la vieja cuando despertara, la visión de su rostro espantado frente al banco vacío de Ángela. Al fin, nadie sabía si se había adormecido por confianza en ella.

Confianza en el mundo.

"MEJOR QUE ARDER" CLARICE LISPECTOR








Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.

Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.

Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.

Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.

Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:

-Mortifica el cuerpo.

Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio*. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.

Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.

Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.

No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.

La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.

Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.

Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.

Hasta que le dijo al padre en el confesionario:

-¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!

Él le dijo meditativo:

-Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.

Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.

Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.

Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.

Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.

Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.

Y sucedió realmente.

Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.

Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.

Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.

Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.

Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.

Entonces una noche él le dijo:

-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?

-Sí -le respondió grave.

Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.

Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.

Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.

FIN

"FELICIDAD CLANDESTINA" CLARICE LISPECTOR





Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.
¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.